
Olía extraño, como a dulcería, o a chicle de fruta, y él nunca había manifestado predilección por ninguna de las dos cosas. Ella se limitó a vaciarle los bolsillos, dejándole el contenido en una canastita sobre el velador, nunca revisaba lo que ponía ahí, y ese día tampoco lo hizo. Metió la ropa en la lavadora y se fue a realizar otras tareas menos agradables.
Esa tarde la llamó del trabajo, un compañero lo invitó a un trago y no podía volver a negarse. Al día siguiente el jefe le pidió que se quedara hasta más tarde. Ese jueves el olor era indiscutiblemente olor a mujer. Y ese olor tenía nombre: Elisa.
Pero Ana no preguntó. Su madre le dijo una vez que la mujer debe callar y jamás acusar este tipo de conocimiento. Las otras son pasajeras, van y vienen, cambian todas las estaciones. El famoso dicho de la catedral y las capillitas. Y aunque le dolía, prefería callar y mantenerlo a su lado, ni siquiera sabía si por amor o por comodidad, si por prejuicios, o por cobardía. Casi 40 y tres hijos, una profesión que nunca ejerció, una vida de costumbres y pequeños hechos que marcan su día a día con la huella indestructible de la propiedad privada: ella era de él. Él tomaba las decisiones, él administraba la casa, él daba o quitaba los permisos, el establecía las actividades, las celebraciones, los dolores, los que, los cómo, los cuando y los donde, todo pasaba por sus manos.
¿Y ella? Ella era un adorno, un agregado para que él luciese perfecto, ella le daba el toque de suavidad y de elegancia necesario, mantenía a los niños en orden, preparaba excelentes recepciones para los amigos de él que, en pos de un sueño de libertad, de cercanía, de matrimonio perfecto, sentía comunes. Ella postergó sus inclinaciones profesionales, y aun sus deseos más íntimos, para hacer de su vida común una vida sin tropiezos.
Pero ese día el olor de ella en su ropa la enfrentó de pronto a una realidad que nunca quiso ver. Había gastado su vida, había olvidado sus sueños, había dejado incluso de comer lo que a ella le gustaba para que él se sintiera cómodo. ¿Y el olor a chicle? ¿Y el perfume de Elisa en su ropa? ¿Y la boleta de una joyería que nunca conoció que encontró metida en un jarrón? ¿Y el folleto de la suite más cara del motel de moda que encontró en abril? Una era Elisa, el perfume la delataba, pero con ella era algo reciente, la conocían hace solo dos meses, entonces ¿quiénes eran las otras? ¿Quién la del olor a chicle o dulcería? ¿Quién la de la joya? Y peor ¿a quien llevaba a un motel, si cuando ella le propuso algo así, el casi se infarta de asco y prejuicio? ¿Y las excusas? Si lo pensaba bien llevaba meses inventando excusas para no llegar a comer, para no acompañarla, para salir temprano o volver tarde.
Juntó coraje toda la semana, repasó álbumes viejos y lloró con cada foto, planeó donde se iría y lo que pasaría con los niños, ella no quería una pensión del hombre que no la dejó crecer, desarrollarse, vivir, no quería nada de alguien que no la supo valorar. Ella siempre soñó con ser la pareja de alguien, estar a la par, los dos iguales, los dos complemento y compañía del otro, y recién ahora el olor de Elisa le llenó la nariz y la conciencia con lo que más temía, se había dejado convertir en una sombra.
No más. Ensayó el discurso frente al espejo, disimuladamente hizo su maleta. Preparó comida para varios días y la congeló con la excusa del ahorro, porque, para que estamos con cosas, le daba pena dejarlo sin comida. Mandó a los niños a casa de su hermana. Todo listo, todo organizado para una despedida.
Esa noche, lo esperó de pie frente a la puerta, paseando desde el gomero al limpiapiés, no hizo la cena, solo esperaba el suave crujir de la llave en la cerradura. Se mordió tanto las uñas que estropeó la delgada película de color malva que las cubría. El corazón le latía en las sienes, en el pecho, en la garganta. No podía tragar su propia saliva, ni respirar, no podía ni quería pensar. De pronto sonó el portón metálico, y ella se volvió un estomago anudado y nada más. La llave en la chapa, el ruidito rasposo de la puerta al abrir, la cabeza de Andrés asomándose sin entrar, y luego…
…las rosas lo llenaron todo, y tras las rosas el perfume con olor de Elisa, y un estuche con la pulsera que alguna vez describió para él, y un sobre con una invitación: la suite más cara del motel reservada para ellos desde esa noche.
Ana buscando a las otras olvidó su aniversario, y recordó a las otras Anas que llevaba dentro.